Imaginen que cada día, cada momento siembra algo en nuestra alma. Y ese algo se va alimentando de nuestras alegrías y nuestra propia vida. Un día ese algo, se transforma en una flor.
Dentro de nosotros vive un jardín de muchos colores y aromas. Rojos intensos, azules turquesas, morados explosivos, una flor diferente por cada amistad, un color diferente por cada amor; un sinfín de colores en nuestro interior.
Cada vivencia puede y debe nutrirlas, cada alegría es como una gota de agua, cada experiencia sirve como fertilizante para hacer crecer nuestro jardín, y aunque no lo crean las tristezas que son parte importante de la vida y de nosotros, puede convertirse en un rayo de sol que les de calor.
El jardín crece y crece, el jardín se vuelve Edén.
¿Y qué pasará si dejamos de cuidar nuestro jardín? ¿Qué pasa cuando no le damos agua o sí lo quemamos con la intensidad de nuestro sol? Cuándo nos limitamos a solo transitar por el mundo, el jardín también sufre y perece.
Nos va bien y nos va mal. Poder reír y también llorar, eso es lo más humano que existe en el mundo, es lo que hace florecer el Edén.
¡Hasta la próxima!