Callamos las palabras que se deben decir. Guardamos en nuestros borradores un hola, encerramos en nuestra boca una interrogante, ¿cómo estás?
Enmudecemos cuándo deberíamos gritar.
¿Alguna vez les ha faltado: un te quiero, un te extraño?
Creemos que nuestros seres queridos pueden leernos la mente, y saber lo que sentimos. Y puede que se los demostremos con un gesto y alguna atención; pero a veces necesitan oírlo. Así como una flor necesita el sol. Y nosotros precisamos decirlo, porque todo lo que silenciamos nos hará más ruido que una explosión.
A veces una palabra ayuda a una persona a sanar. No siempre nos dicen lo que les aqueja, no siempre sabemos lo que cargan.
Sí hoy, esa amiga en la que pienso todos los días me dijera: Te quiero. Sonreiría todo el día. Aunque sé que es mi amiga y que está cuándo la necesito, no me cansó de oírlo.
Oírlo, hace que se encienda un fuego que no se puede apagar.
Pero somos tercos y necios, nos hacemos ajenos a expresar lo que sentimos. Solo porque suponemos que lo tienen que saber. Y nos quedamos callados, guardamos cada frase y cada palabra en un cofre dentro de nosotros, y lo vamos llenando hasta que no cabe nada más y sentimos que vamos a estallar; entonces llegó el momento de gritar todo lo que llevamos dentro y para nuestra sorpresa no hay quién pueda escucharlo.
Esperamos hasta que no hay nadie que nos escuche, para decir aquello que se suponía ya sabían. Así se rompe un corazón,
nuestro corazón.
Una palabra dicha a tiempo son mejor que mil atoradas en el silencio.
Hasta la próxima semana.