Invisible.

Había una vez una niña que se volvía invisibles cuando se sentía triste o algo le daba miedo. No le gustaba lidiar con esas sensaciones, prefería simplemente pasarlas de largo y que nadie le preguntará por su estado de ánimo.

La invisibilidad era como su capa de protección.

Un día perdió el control sobre su súper poder y entonces empezó a ser invisible cuando está feliz, cuando quería jugar y a cada minuto del día.

Nadie la veía, nadie la notaba.

Así que la niña se preguntó, sí nadie me ve, ¿cómo sé que de verdad estoy aquí? ¿Soy real?

Se cansó de ser invisible.

¿Cuántas veces hemos querido ser invisibles para todos?

Qué nos dejen en paz, que no nos agobien con sus preguntas. ¿Por qué estas triste? ¿Por qué te sientes mal? Por qué y por qué, y no queremos contestar. Además pensamos que no pueden comprendernos.

Pero en un momento esa invisibilidad nos empieza a pesar, nos comprime los huesos y de verdad nos va desapareciendo. Y nos preguntamos sí realmente estamos vivos.

Las historias que cargamos que nos hacen sentir tristes, afligidos y con un dolor electrizante que nos envuelve, no son historias fáciles de contar, pero hay que soltarlas, decirlas para hacerlas reales y de esa forma hacerles frente.

Las historias son fuerzas misteriosas, no sabemos que van a arrasar, pero sí no las soltamos su peso nos reducirá a nada.

Sentirse invisible es el primer paso para sentir que sobramos en el espacio.

Así que no tratemos de usar una capa de invisibilidad para los problemas, porque no los soluciona solo les da el poder de contar otro cuento.