El otro día caminaba rumbo a mi casa y no me percaté que había una persona que se encontraba fumando hasta el momento en que aspiré, y el humo espeso e incorpóreo, me impidió respirar. Se instaló en mi garganta sin invitación y por unos momentos fluyo por todo mi cuerpo, como si su corriente me manipulara y fuera capaz de paralizarme.
Algo similar, sucede con la tristeza.
A veces, dejamos que la tristeza se apoderé de nuestro cuerpo. Permitimos que circule en nuestra sangre, en nuestros pensamientos y nos rodee como un campo de fuerza impenetrable.
Nos envuelve en una fumarola. Una fumarola que nubla nuestra vista y aparta nuestros sentidos del resto del mundo. Como si viviéramos en una dimensión donde solo existiéramos nosotros y una bocanada de aire gris y denso. Una bruma violenta, que te arresta a la penumbra.
Ese humo gris va pintando nuestros propios colores. No entiendo porque le permitimos cambiar nuestros matices, pero lo hacemos. Nos dejamos llevar.
Nos volvemos ciegos y tontos, y nos dejamos llevar por la pesadez del aire, sin darnos cuenta que nos podemos estrellar. Nos dejamos consumir contra el fuego, como fotografías viejas y encendidas de lo que fuimos.
¿Cómo es que algo sin cuerpo, nos gana la batalla?
Sentir tristeza no está mal. Todas las emociones, nos enseñan a vivir. Vivimos con ellas y a través de ellas.
Lo malo es, dejar que nos dominen, al grado de perdernos a nosotros mismos.
Cuando dejamos que el humo nos controle y nos vuelva lánguidos, tomamos decisiones extremas, pues en el fondo deseamos deshacernos de ese cruel sentimiento.
Todos estamos propensos a aspirar el humo de un cigarro, pero no creo que tengamos que reponernos solos. Siempre hay alguien.
Hasta la próxima semana.
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Sara Anell-Noriega (martes, 12 junio 2018 15:21)
Hay días en que me siento apagada, pienso que soy un desastre o que nadie me quiere.... entonces lloro y saco todo! Me pongo a cantar y bailar.... la música es mi medicina!